martes, 23 de febrero de 2010

Cruzar el charco



De Madrid a Nueva York

La pareja se puso a charlar ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. La gente parecía bailar y, si te quedabas callado y escuchabas con atención, el murmullo resultaba ensordecedor. Ella era delgada, grácil, llevaba el pelo recogido y unos zapatos que no pegaban demasiado con el vestido. A su lado, él se sentía torpe y grande. Cada dos minutos se quitaba y se volvía a poner las gafas de metal. Pidieron un par de bebidas y hablaron de viajes que nunca harían, canciones que jamás cantarían juntos y pasados que no habían compartido.

Por fin, salieron a la calle. Hacía frío y la calle madrileña, iluminada por las farolas y los neones parecía Nueva York, si le echabas un poco de imaginación. Esa mañana había nevado y los bloques de hielo blanco manchados de barro y grasa no hacían más que añadirle falso glamour cinematográfico a la escena. Sólo faltaba que saliera humo de las tapas de las alcantarillas y que el mundo pasara a ser en blanco y negro, como las pelis antiguas. Podrían haber sido Humphrey Bogart y Lauren Bacall, pero sólo eran dos madrileños bajo el cielo raso.

-Creo que cogeré un taxi hasta mi casa-, dijo ella mientras sostenía un bolso grande y, no cabía duda, pesado. Hubo un breve silencio en la conversación.
-¿Crees que ese taxi esa libre?- se refería a un coche parado al lado de la acera de la Gran Vía.
-Por supuesto, Te está esperando a ti, querida- contestó él mientras se mordía el labio inferior.

Sus manos estaban metidas dentro del bolsillo del abrigo de piel de camello y jugueteaban con un objeto indeterminado que no lograba identificar. Quizá fuera un paquete de caramelos. Se acercaron al taxi que, efectivamente, tenía colgado el cartel de “libre” sobre el parabrisas delantero.

-¿Cuándo habíamos dicho de vernos de nuevo?- preguntó ella con la boca torcida justo antes de abrir la puerta del vehículo.
-No habíamos hablado de vernos. A no ser que te refieras a un aeropuerto de California, claro-. Se mesó los cabellos y se pasó las yemas de los dedos por las comisuras de sus labios resecos y cortados por el frío.
-Es verdad, nos veremos allí. Estoy segura de ello.

La frase se mezcló con una sonrisa. Inmediatamente, se acercó a él y le dio dos besos, uno en cada mejilla. Fueron besos normales. No se puede decir que fueran particularmente cercanos a la comisura de los labios, pero tampoco de esos en los que uno pone la cara y simplemente espera que la otra persona deposite su beso sobre la piel.

-Bueno, pues adiós, buenas noches.

Le agarró suavemente de la manga del abrigo a la altura del antebrazo. Se dispuso a dar un paso hacia atrás, pero se arrepintió y la pierna quedó en el aire, como si fuera parte de un complicado paso de baile. Miró a su acompañante directamente a los ojos y empezó a hablar de nuevo.

-Te mentiría si no te dijera que me gustaría seguir hablando contigo -dijo con nerviosismo y una ceja arqueada-. Al menos, hasta que salga el sol-.

Era madrugada cerrada y el amanecer se empezaba a intuir.

-Eres todo un clásico- replicó ella. Otra sonrisa apareció en su cara-. Pero mejor otro día, ¿no crees?

Él se dirigió a su casa, subió la cuesta de su calle y los dos pisos que conducían hasta su apartamento ubicado en la parte vieja de la ciudad. Abrió la nevera, comió un par de lonchas de jamón de york sacadas de la bandeja de plástico del supermercado y bebió un trago de leche congelada directamente del tetra-brik, sin vaso, ni nada. Se lavó los dientes y se quedó pensativo por un momento. Al día siguiente tenía que madrugar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso relato.Seguro que algún día, el y ella, se encontrarán en ese aeropuerto. Sería bonito, ¿no?

Nukyma

Nacho dijo...

Eso nunca se sabe, querida Nukyma... :)

Gracias por las palabras bonitas.