lunes, 7 de octubre de 2013

Recuerdo infantil




De los muchos recuerdos que albergamos de la primera infancia, la mayoría están seguramente forjados por historias que nos han contado, fotos que hemos visto un millón de veces y, en el mejor de los casos, un fogonazo de realidad que se ha quedado grabado en la memoria. Es curioso como a medida que avanzan los años esas imágenes infantiles van dejando atrás otras vivencias y acaban pareciendo más cercanas e importantes que cosas que sucedieron la semana pasada. Aquellas vacaciones de verano míticas, el día de colegio en el que pasó lo inimaginable -un beso de una compañera de clase en una excursión al Hayedo de Montejo, un niño de 7 u 8 años con la carne del antebrazo atravesada por un alambre suelto de una valla-, un cumpleaños especialmente cálido... Dicen que la vida merece la pena no por las veces que respiras, sino por los instantes en los que te quedas sin respiración.

Estoy convencido de que ese recuerdo que alcanza la categoría de “el primero” es falso. Pero existe, sea como sea. El mío: estoy en la cuna y soy un bebé. Veo una construcción que me parece altísima, casi una fortaleza inalcanzable. Con las piernas -todavía tiernas- soy capaz de ponerme en pie, pero salir de allí por mis propios medios es una utopía. Los barrotes son de madera clara, a juego con el resto del mobiliario de la habitación en la que me encuentro. Me fascina el tacto suave y pulido del material. Veo las líneas que se dibujan: pequeñas isobaras que trazan curvas concéntricas, como las vetas de grasa de una rodaja de salmón. Sólo que en aquel momento yo no sé qué son las isobaras -hoy sigo teniendo problemas para definirlas- ni probablemente el salmón.

Ya es por la mañana, muy temprano y no se oye un ruido en la casa. De la calle llegan sonidos de puertas de coches que se abren y se cierran, barriles de cerveza que se arrastran por el suelo y el ladrido agudo y lejano de un perro pequeño e irascible. Todo queda amortiguado por los cristales de la ventana. Me aburro como una ostra. Me entretengo repasando una y otra vez las imperfecciones en la madera y en las montañitas de gotelé blanco de la pared. Cuando me dejan, me gusta frotar la mano por ella y sentir el pinchazo gustoso de los piquitos puntiagudos. Pasan los segundos y a mí me parecen horas. En los muebles hay discos de vinilo y cintas. También pósters enmarcados y fotos, pero no alcanzó a distinguir quiénes son las personas cuyas caras asoman en el papel. Me levanto torpemente y me vuelvo a sentar. Ojalá se despierten mis padres pronto y me saquen de esta cuna, confortable y carcelaria. La cabeza no me cabe entre los barrotes pero, por si acaso, no pruebo a meterla. Pienso en todas las historias que me cuentan los adultos de niños con miembros y extremidades atrapadas en todo tipo de lugares.

Mis padres se despiertan muy tarde. Al menos, a mí me lo parece. No tengo reloj y no sé qué hora es. Hace mucho que se hizo de día y la luz se filtra por los pequeños agujeros de la persiana gris, proyectándose contra la pared como si fuera una pantalla de cine. En cada rayo se pueden ver las partículas de polvo en suspensión. La temperatura aumenta y tengo calor con el pijama, pero desabrochar los botones resulta imposible para mí. Cuando me saquen de aquí desayunaré -aunque no tengo hambre-. Mi padre pondrá un disco e igual más tarde vayamos a comer a casa de mis abuelos.

domingo, 2 de octubre de 2011

En un abrir y cerrar de ojos



Cuando llegó al segundo de los cuatro pisos que tenía que bajar para salir a la calle notó como su camisa blanca de algodón se le quedaba pegada a la tripa, un poco por encima del ombligo. Hacía ese calor incómodo típico de los últimos días de septiembre, en los que la mente siente que ha llegado el otoño, pese a que los más de 30 grados de temperatura máxima afirman tozudamente lo contrario. Temió que saliera una mancha de sudor, por lo que se despegó la prenda de la piel con la mano que le quedaba libre. Prosiguió con el par de tramos de escalera que le quedaban y pensó en la sensación de melancolía y nostalgia que produce el final del verano.

Al abrir el pesado portón de madera que separaba el edificio del exterior, demasiado estrecho como para salir con comodidad, notó una ligera brisa que mitigó levemente el esfuerzo y el acaloramiento. Apenas fue un espejismo. Avanzó unos metros y cruzó la callejuela unos diez metros por delante del paso de peatones, lo que le valió una sonora pitada de una furgoneta blanca conducida por un hombre de edad indeterminada. Su mano izquierda sobresalía por la ventana del vehículo y sostenía un cigarrillo a medio consumir, como en los viejos tiempos. Una gota recorrió su nuca, provocando un escalofrío que se multiplicó al comprobar como el conductor sorbía por la nariz ruidosamente y se disponía a lanzar un escupitajo que aterrizó en el suelo aplastándose contra el asfalto.

Un par de minutos después, llegó a la calle Alcalá y, con un pie en la acera y otro en la calzada, se dispuso a esperar la llegada de un taxi. Temía llegar tarde, por lo que miró una vez más su teléfono móvil. Si todo se daba bien, sería puntual. Por una vez, quería estar a tiempo y no recibir el reproche de nadie. Quería dar sensación de seriedad y compromiso. En realidad, se dijo para sí mismo, se consideraba un tipo bastante puntual. Sí, en ocasiones se retrasaba pero, aunque nadie lo creyera, se debía a una concatenación de desafortunados incidentes que desembocaban invariablemente en bronca. No es que el mundo confabulara en contra de él, aunque hubiera jurado que las casualidades son a menudo demasiado increíbles como para no pensar que algo raro ocurre.

Tuvieron que pasar tres taxis ocupados antes de que vislumbrara a lo lejos una luz verde. No llevaba sus gafas encima y tardó un poco en decidir si se trataba de un coche en movimiento o de un semáforo. Tampoco es que fuera muy miope, pero una dioptría y media pueden dar lugar a confusión. Se alegró al comprobar que, efectivamente, se trataba de un taxi libre. Echó una última mirada al móvil y confirmó que, muy justito, llegaría a tiempo.

Todavía con su teléfono en la mano, se metió dentro del habitáculo y cerró con más fuerza de la necesaria la puerta. El conductor, con una media sonrisa, saludó efusivamente con un tono de conserje de finca de lujo y examinó a su pasajero a través del espejo retrovisor. Tenía una cara antigua, como las que uno se puede imaginar leyendo Nada, de Carmen Laforet. O quizá La Colmena. Una persona atemporal. Poseía, además, ese rostro que deja entrever la edad de la persona (bien entrada en la cincuentena, en este caso), pero también su infancia. Un niño-viejo o, mejor, un viejo-niño.

-Hola, ¿qué hay? Voy a la esquina de Alcalá con Rufino González, por favor-, dijo el pasajero respirando trabajosamente.

El gesto impasible de su interlocutor le obligó a dar más información.

-Ahí, a la altura del metro de Suanzes.

-Ah, perdón, había entendido Fernán González-. Notó una mueca de preocupación ante la posibilidad de que la carrera se limitara a unos cuantos centenares de metros y unos euros escasos en el taxímetro.

-No, no... Ya digo que está pasada la Cruz de los Caídos. Al lado del Polígono de Julián Camarillo.

Consideró que ese nuevo dato arrojaba luz suficiente sobre el particular.

-Bueno, en todo caso, no tiene perdida. Mire usté, cuando estemos cerca usté me avisa. ¿Sí?
-Claro, no hay problema. Ya le digo yo dónde está.
-Es que, así de repente, no me ha sonado. Pero creo que ya sé cuál es. Está al lado del hotel ese que ahí allí, ¿verdad?- Volvió a mirar por el retrovisor.

El joven supo que su contertulio tenía ganas de hablar, hecho que trató de combatir centrando su atención en el móvil. Le pareció algo maleducado llamar a alguien para matar el rato, pero pensó que si le veía atareado, la conversación no seguiría viva. Descubrió que se equivocaba cuando, tras atravesar la plaza de Manuel Becerra, se acercaron a Las Ventas.

-¿Sabe usté si hay toros hoy?- interrumpió el breve silencio con su voz de ayudante atento de ferretero.
-Pues no lo sé, ni idea. Parece que hay ambiente pero, si le soy sincero, no tengo idea.
-Es que han cambiado las banderas, además. Mire usté, han puesto tres banderas y sólo debería haber si hay corrida.
-Ah, pues la verdad es que no sabía nada de eso, pensaba que estaban siempre.
-No, no, para nada. Se izan tres banderas, una por cada torero, sabe usté. Si hay tres españolas, es que los tres diestros son españoles. Si hubiera uno mexicano, pues tendrían que colgar la bandera de México.
-Entonces, habrá corrida con tres toreros españoles, ¿no? Quiero decir, si esa es la costumbre, pues digo yo que será así.
-Debe ser. Pero con todos estos cambios hoy en día, nunca se sabe.

Definitivamente, desistió de mirar el móvil y centró su atención en la persona que se atrincheraba en el asiento delantero. Delgado, con nariz picuda y canoso en la cabeza, las cejas y la sombra de barba que se le adivinaba después de muchas horas al volante, podría pasar por el párroco de una aldea castellana. Lucía con orgullo un reloj con correa metálica y su taxi estaba algo avejentado, pero limpio y bien cuidado. Una de esas personas serias, que se visten por los pies. Seguramente poco dadas a las bromas. Era imposible no imaginárselo en el colegio, con pantalones cortos y una cartera de cuero a la espalda. Se sabría enterita la lista de los Reyes Godos y dónde nacía el Río Júcar, ese tipo de cosas que se estudiaban antes.

-¿Sabe usté que Manolete fue el único que desafió la normativa de las banderas?

Era un tema que le importaba, no cabía duda.

-No, ¿cómo fue eso?- contestó justo después de aclararse la voz con un carraspeo.
-Fue en México, donde está la plaza de toros más grande del mundo, ¿sabe usté? México es que no reconocía el régimen de Franco, así que utilizaban la bandera de la República. La de la franja morada, ¿sabe usté? También tocaban el Himno de Riego durante el paseíllo. Fue muy sonado en la época.
-Primera noticia, nunca había escuchado nada de esto-. Estaba genuinamente interesado.
-Pues sí, salió en las noticias y se habló mucho.
-Bueno, ¿y entonces?
-¿Entonces?
-¿Qué pasó? ¿Qué ocurrió con las banderas?
-Ah, pues mire usté, Manolete se negó a torear, dijo que de ninguna manera, que no y que no. Claro, al final tuvieron que hacerle caso, que remedio. Por primera vez, la bandera española, la roja y amarilla, se pudo ver en México.

Mientras se cercioraba de que el ritmo de la marcha iba conforme al horario previsto, justo al enfilar la cuesta de la calle Alcalá, a la altura de Quintana, el taxista sintió que necesitaba sacar otro tema de conversación.

-Es que claro, usté me ha dicho antes la calle Alcalá y es cierto que esto es la calle Alcalá, pero antiguamente era la carretera de Aragón, ¿sabe usté? Cuando yo era pequeño se llamaba así: la Carretera de Aragón. Es que era la que había que coger para ir a Zaragoza. Lo mismo pasaba con la Avenida de la Albufera, que era la Carretera de Valencia. O la Castellana, mismamente, que era la Carretera de Burgos.
-Sí, de hecho, creo que al final de Alcalá se le seguiía llamando hasta hace poco la Avenida de Aragón.
-Claro, porque era la carretera que iba a Zaragoza, es decir, Aragón. Después, se hicieron lo que se llamó los desdoblamientos de las carreteras nacionales radiales.

Sonrió y se refrescó los labios con la lengua. La confluencia de Hermanos García Noblejas y Arturo Soria apenas estaba a cien metros.

-¿Sabe usté cuándo ocurrió eso?- prosiguió con su clase de Historia.
-Pues no, pero me imagino que en los años 60.
-Lo inauguró Eisenhower, ¿sabe usté? Fue muy importante porque...

Le interrumpió.

-Claro, porque fue la primera visita de un mandatario internacional a España. El presidente de Estados Unidos, sin ir más lejos.
-Efectivamente. Me acuerdo muy bien del Eisenhower, un hombre muy elegante.
-Supongo que eso sería a finales de los 50. ¿Sabe cuándo exactamente?
-Mire usté, a mí es que se me olvidan las fechas ya. Era pequeño, ¿sabe usté? Pero se habló mucho de ello en los periódicos, eso sí que lo recuerdo.
-No se preocupe -utilizó un tono de resignación- a mí también me pasa que no recuerdo bien cuándo se hizo esto y lo otro. Hasta pienso que ya no sé casi nada de lo que aprendí en el colegio. Si me dijeran que dibujara un hexágono en plan dibujo técnico, me resultaría imposible hacerlo.
-La vida se va en un abrir y cerrar de ojos, es como un pestañeo.

No supo qué contestar, pero sintió que el vello del brazo se le erizaba y que una bola le subía por la garganta. Se le vino automáticamente a la mente una conversación que tuvo hace tiempo con su amigo Dani en la que se utilizó la misma expresión: “Ayer, hablando con mi padre de cuando era joven y vivía en Tomelloso -le había comentado Dani-, de repente me miró a los ojos y me dijo que la vida se pasaba en un abrir y cerrar de ojos”. Le aterrorizó considerar que, si había más de una persona que usaba la misma metáfora, tenía que ser verdad.

Después de eso hubo tres o cuatro minutos de silencio: el destino se acercaba y, tal y como había prometido, le avisó al taxista de que podía parar cuando quisiera. Cuando pagó los diez euros que costaba la carrera, detectó una pincelada de desilusión en la mirada del hombre: le hubiera gustado que el trayecto hubiera sido más largo. A él, también.

Por una vez, llegó puntual a su destino.

martes, 6 de septiembre de 2011

Dulces trece años

Hasta ese verano, no había salido fuera de España. Bueno, sí, a Portugal y a los Pirineos franceses. Pero lo que se dice hacer un viaje por Europa, nanay. Tengo dudas sobre si fue en 1993 o 1994. Mi sensación es que corría el año 93, aunque ahora lo pienso y tiene mucho más sentido que fuera el 94. La cosa es que unos amigos de mis padres nos habían dejado su casa en Luxemburgo y el plan era hacer excursiones por Bélgica, Francia y Alemania, además del pequeño país luxemburgués. Viajamos en coche, en un Opel Calibra que tenía mi padre. Lo recuerdo porque en aquella no había límite de velocidad en las carreteras francesas. Si lo había, no le hicimos mucho caso, porque nos pusimos a más de 200 kilómetros por hora varias veces.

La primera noche llegamos hasta Vienne, una localidad no demasiado grande cercana a Lyon. Dimos unas cuantas vueltas buscando un restaurante que nos diera de comer a aquellas horas de la noche (para ellos, altísima, aunque dudo que fueran más tarde de las nueve o la diez) y nos fuimos a dormir a algún hotelito o motel de carretera. Al día siguiente, volvimos a ponernos en marcha y, después de otra jornada atravesando lugares míticos como Dijon y Metz, llegamos a Luxemburgo. Recuerdo la ciudad como una especie de paraíso civilizado, muy limpio y bonito. Probablemente no fuera tan exagerado, pero para mí, un chaval de 13 años habitante del Madrid de peincipios de los 90, aquello parecía otro mundo. El culmen llegó cuando me di un paseo en una mountain bike que me habían prestado por un parquecito que quedaba crca y vi un ciervo. ¡Un ciervo! Se me fue completamente la cabeza. Los únicos animales que había visto en Madrid eran perros, gatos callejeros y, no sé, alguna rata.

Todo esto viene a cuento de un concierto que vi en la tele una noche en esa casa. Tenían antena parabólica y a mí me fascinaba cambiar de canal. Que un televisor tuvieran veintitantos canales era toda una novedad. Uno de ellos era MTV, emisora que no tenían ninguno de mis amigos. En los 90, en MTV todavía echaban algo de música. Que yo sepa, no emitían ninguno de los realities y programas absurdos sobre raperos que tunean coches que ponen ahora a todas horas.

Una noche, seguramente después de un día de turismo, me encontré con una actuación en directo de un grupo del que no dijeron su nombre hasta el final. Por aquel entonces escuchaba mucho a The Beatles y a otros grupos de los 60. También me gustaban muchísimo Suede, más su primer disco que Dog Man Star, pero no sabía ubicarles muy bien. En pantalla aparecían cuatro chavales que vestían y sonaban parecido a todas esas bandas de los 60. Pero con otra actitud un poco más agresiva, más de verdad. Detrás, les apoyaba una sección de vientos. Me quedé prendado de aquella banda. Era exactamente lo que estaba buscando, aunque yo no era consciente de que estuviera buscando nada. Me fliparon las canciones y la actitud, esa mezca de melodía y guitarras de espíritu punk. Del grupo en cuestión no sabía nada más que el nombre, que apareció al final de la actuación: Blur.

Al volver a Madrid (el resto del viaje se consumió con una sofocante parada en París, donde pasé más calor que en el resto de mi vida) me hice con Parklife y el resto es historia. Durante un tiempo pensé que el cantante de Blur era David Rowntree (en realidad, el batería), simplemente porque salía en el centro de la fotografía de la contraportada y eso me pareció significativo. Eran tiempos sin Internet ni Spotify, nada de eso. Las cosas eran más complicadas, pero también más románticas. Después de Blur, descubrí a Oasis, Supergrass, Pulp, Elastica... Grupos que fueron importantes en un momento concreto. Todo eso me obligó a indagar en las influencias de esa gente y escuchar -como si se tratara de un tesoro- a The Kinks, a Bowie, a The Smiths. Mi vida cambió y creo que fue para mejor.

Texto original publicado en Vanidad, en septiembre de 2011

jueves, 4 de agosto de 2011

La edad dorada del béisbol


El sonido del exterior llegaba amortiguado en aquella gigantesca sala de espera que parecía más un aeropuerto que la estación del Ferry que unía las dos islas. El servicio era gratuito y, quizá por ello, los turistas eran casi tan numerosos como los locales. Él era turista y se sentía como tal, pese a algunos esfuerzos por desmarcarse de los foráneos. La guía de colores que asomaba por el borde de su bolsa gris le delataba. "No está tan mal ser turista", dijo para sí mismo mientras trataba infructuosamente de colocarse la camiseta de tal manera que no se le quedara pegada al torso. Al fin y al cabo, visitar un lugar hace que las cosas parezcan siempre mejores. Haciendo turismo, uno nunca se imagina cómo debe ser una tarde de martes lluviosa y oscura de noviembre volviendo de un trabajo horrible. A cambio, en la imaginación aparecen parques al sol, museos y algo de dinero en el bolsillo.

El murmullo general era prácticamente imperceptible, como si ella suma de las decenas de voces que sonaban a la vez formara un extraño silencio. Hacía calor, aunque había pasado frío en la cubierta de aquel barco que recorría la bahía. Había sentido al menos un par de escalofríos cuando la brisa marina, fresca y revoltosa, había entrado en contacto con las gotas de sudor que se amontonaban en su nuca. La piel de gallina hizo que, por un segundo, una brizna de otoño se instalara en medio del verano. En un momento, llegaron a su mente recuerdos e imágenes de esas noches de finales de agosto repentinamente frías en las que hay que ponerse una sudadero con capucha o un jersey de lana.

Intentó una vez más concentrarse y distinguir alguno de los sonidos que flotaban en el ambiente, pero fue inútil. En la fila de enfrente, una mujer regañaba a un niño de unos tres años mientras balanceaba suavemente el carrito de otro bebé. Se dedicó a mirarle un buen rato: no debía tener más de un año de vida. La sonrisa que asomaba detrás del chupete le hizo pensar que sería maravilloso volver a la infancia y no tener que preocuparse por nada. Era una conversación habitual que mantenía con su novia y que siempre conseguía exasperarle.

Ella llevaba en la mano una bolsita de plástico que contenía el libro de fotografías de béisbol que su novio se había comprado esa mañana. Le había costado unas cuantas burlas al respecto. "Oh sí, de toda la vida te encanta el béisbol" y así, pero estaba contento con aquel librito de tapas duras amarillas un tanto ajado que había encontrado en el mercadillo por la mañana. Había sido un buen día. Por una vez, no le importó pagar el exagerado precio del bufé de desayuno del hotel y se había hinchado con un plato -que luego rellenó por segunda vez- compuesto por huevos revueltos hechos con leche, bacon crujiente, queso fresco y una larga sucesión de vasitos de zumo, unos de naranja y otros denominados "multifrutas" que tenían un color naranja casi fluorescente y cuyo sabor principal remitía a alguna fruta tropical que no supo distinguir. Los bufés le hacían sentirse incómodo. Siempre acababa comiendo demasiado y esa mañana no había podido acabarse la tacita de yogur natural que se había servido como postre. Le daba rabia tirar la comida y el hecho de imaginarse todas esas lonchas de jamón de york en la basura de la cocina le puso triste. Pensó en las miles de lonchas de jamón de york que se tiraban cada día en cada hotel del mundo y se deprimió. Era una depresión pasajera, pues sabía que no podía -ni probablemente quería- hacer nada al respecto, pero eso no impidió que hiciera un ruido seco al chasquear la lengua y soltara un "todo es una mierda" para sus adentros. Sabía que si lo decía en alto produciría casi seguro una discusión, así que prefijó guardárselo.

Tras apurar el enésimo vaso de zumo y beber un par de sorbos del café con leche (demasiado café y poca leche para su gusto) subió de nuevo a la habitación y se lavó los dientes con el tubo diminuto que el servicio de limpieza había depositado el día anterior. Llevaban tres días en aquella ciudad y ya se habían formado pequeñas rutinas, como si aquel hotel fuera su hogar y la ciudad, su lugar de residencia de siempre. Adoraba llamar "casa" al hotel, como si tal cosa. "¿Nos volvemos a casa?, había sugerido a su pareja la noche anterior, después de cenar en un restaurante típico que se rebeló enseguida como nada típico gracias a unos precios más altos de lo esperado y una cocina demasiado moderna para su gusto. La pregunta descubrió una sonrisa cómplice en su acompañante. Por un momento, la felicidad fue sencilla y evidente. Bastó una mirada telepática y un "claro que sí, amor" para convencerse de que nada podría salir ya mal nunca más.

Después de un largo paseo y de un par de calles tomadas por equivocación, habían llegado al mercado. Era pronto, apenas las once de la mañana, y aquel recinto bullía de gente. Una finísima capa de polvo (quizá fuera polución) flotaba en el ambiente mientras, a lo lejos, se formaban espejismos en la calzada desgastada por el tránsito de un millón de coches y camiones. Le sorprendió asistir al intercambio de gritos subidos de tono que mantenían dos hombres de esos con dedos gordísimos que destruyen manos cada vez que dan un apretón. Parecían discutir la mejor manera de subir una enorme cómoda de madera a una furgoneta. Cada veinte segundos, aproximadamente, uno le dedicaba un gesto despectivo con la mano al otro. Se notaba que era el jefe. Al cabo de un rato, el otro se limito a negar compasivamente con la cabeza. Por fin, se dispusieron a cumplir con su tarea. No le dio tiempo a terminar de ver cómo subían el mueble al maletero y eso le frustró un poco. Un leve agarrón en la camiseta le sacó del ensimismamiento. Se mesó compasivamente el pelo y trató de colocarse el calzoncillo en su sitio sin que nadie se diera cuenta de que había introducido la mano dentro de su pantalón.

No tardaron más de quince minutos en llegar al puesto de libros viejos. Pese a ocupar el centro geográfico del rastro, no había ni un alma contemplando el puñado de libros expuestos de mala manera sobre una tabla desvencijada sujeta por dos patas.

-Voy a mirar un momento aquí-, dijo mientras le ponía la tapa al objetivo de la cámara de fotos.
-¿Ahí? Bueno, vale.

El hombre que se encargaba del puesto apenas se inmutó por la conversación.

-Sí, es que tiene pinta de tener cosas chulas-, masculló él mientras examinaba las cubiertas de aquellos volúmenes escritos en francés e inglés.

Rápidamente reparó en aquel libro amarillo titulado "The Golden Age Of Baseball". Nunca le había gustado el béisbol, era incapaz de entender el funcionamiento del juego. Quizá debía regatear, pero se le daba mal, así que sacó un billete de la cartera sin dudar. El intercambio de palabras fue igual de breve. Apenas un par de "gracias" cruzados. El vendedor le dio una bolsa de plástico y él mismo tuvo que abrirla mojando con saliva las yemas de los dedos para poder introducir el libro dentro. Se dio la vuelta y, con los ojos apenas abiertos -el sol le daba directamente en la cara- dijo más alto de lo necesario "vamos".

Ahí fue cuando llegaron las bromas al respecto del béisbol.

-¿En serio te has comprado un libro de béisbol?
-Eh… Sí. Es guay y realmente barato y siempre me ha molado...

Ella le interrumpió en mitad de la frase.

-No, en serio. ¿Te has comprado un libro de béisbol? Quiero que me digas si te has comprado un libro de béisbol. Porque creo que habíamos hablado de no comprar estupideces y cargar luego con ellas.
-Pero cariño, si ya te estoy diciendo que sí, que es fenomenal y muy barato.

Ella le arrebató la bolsa de las manos. Tenía ganas de pasar un buen rato.

-Se me olvidaba que siempre habías sido fan del béisbol -estaba enfadadísima-. Así que te has comprado un libro de béisbol, ¿no?.
-Bueno, no. Pero te estoy diciendo que ha sido muy barato, no te preocupes por ello. No le demos más vueltas. Yo lo llevaré.

Le resultó imposible reprimir una carcajada.

-Muy bien, un buen libro de béisbol siempre es útil. Nunca se sabe cuándo uno va a necesitar echarle una hojeada a unas fotografías de bateadores de béisbol.

Cada vez estaba más enfadada, aunque le resultaba tronchante la idea.

-Te advierto que esta vez no te lo pienso llevar en el bolso.

Volvió a reír, se dio la vuelta y repitió maravillada una vez más. "¡Se ha comprado un libro de béisbol". Era la frase de moda.

Después de la comida, menos frugal de lo que habían estipulado, decidieron ir hacia el ferry. Para ello tuvieron que coger el metro. Ella se permitió hacer un par de bromas al respecto del dichoso libro: "¿Pesa?", "Si tienes dos minutos, me encantaría que me contaras todos los ganadores del campeonato del mundo de béisbol". Él no pudo reprimir corregirla sobre la marcha: "No se llama "campeonato del mundo", sino las Series Mundiales".

Durante el trayecto, de apenas veinte minutos, a duras penas intercambiaron un par de frases. Él se entretuvo examinando el mapa de metro pegado a la pared del vagón, en el que las líneas se entremezclaban creando una tela de araña imposible. No parecía especialmente fácil orientarse en aquella maraña de números, letras y colores. Ella, por su parte, consagró ese cuarto de hora a luchar contra un padrastro que le había salido en la uña del dedo pulgar de su mano izquierda. "Creo que es la siguiente parada", dijo sin quitarse el dedo de la boca. Se levantó y se dirigió a la puerta, parecía que llevara prisa. Una vez que se instaló frente a la salida, trató de colocarse el flequillo y comprobó que se había puesto en pie demasiado pronto, todavía quedaban un par de minutos antes de que el tren llegara a la parada. Le pareció que esos dos minutos eran interminables y que todo el vagón la estaba mirando.

No sin dificultades consiguieron apearse del metro y trataron de encontrar la salida más cercana al lugar donde salía el Ferry. Las escaleras eran manuales y la cuesta dio la sensación de ser un poco más empinada de que en realidad era. Según el plano que trabajosamente había desplegado, tenían que cruzar la calle, andar unos centenares de metros atravesando un parque y entonces se encontrarían frente al muelle. Pararon justo delante de un paso de peatones ocupado por un taxi en el que una mujer de unos sesenta años metía dos enormes maletas dentro del coche mientras un hombre un poco mayor -su marido, sin duda- le hacía carantoñas a un bebé sentado en un carrito granate. En su mirada se entremezclaba la alegría y el orgullo de comprobar que aquel niño pequeño era su nieto con la tristeza de la partida. El semáforo se puso en verde y, después de que una moto y una furgoneta apuraran los últimos instantes de color ámbar, pudieron cruzar. En la entrada del parque, un hombre con barba canosa y aspecto desaliñado fumaba un cigarrillo dando caladas cortas y nerviosas. Cuando pasó a su lado, el chico escuchó frases entrecortadas plagadas de insultos. Igual sufría el Síndrome de Tourette.

-¿Hay que comprar billete?- preguntó a su acompañante en cuanto llegaron a la terminal.
-No, es gratis.
-Ah, que bien. No entiendo por qué el transporte público no es gratis.
-Pues por los presupuestos. Hay que cuadrarlos de alguna manera y…

No siguió escuchando. Durante unos segundos cerró los ojos mientras su mirada de desvanecía en el aquel gigantesco hangar. La sensación era tan calurosa que, pese a estar en un recinto refrigerado, parecían surgir espejismos como los que salen sobre el asfalto de las carreteras en verano. Por fin, consiguió volver a enfocar su visión. Se fijó en una pareja que estaba sentados enfrente de él. Eran jóvenes, quizá cuatro o cinco años más pequeños que él. Le hizo pensar durante un momento que uno siempre cree que es más listo ahora que un lustro antes. Se le ocurrió que pasaba lo mismo con los cortes de pelo: en el momento siempre parecen estupendos pero, al ver fotografías unos años más tarde, parecen pasados de moda y un tanto ridículos. Lo curioso de aquellas dos personas, lo que le hizo observarles fríamente aun a riesgo de ser descubierto y considerado un buen cotilla, fue el masaje que él le estaba haciendo a la chica en el lóbulo de su oreja derecha. Lo hacía con indudable actitud cariñosa, pero apenas parecía darse cuenta de ello. Era una actividad automática, algo evidentemente repetido en miles de otras ocasiones a lo largo de los años. Ella leía una revista sin prestar demasiada atención. De vez en cuando, torcía la boca y emitía un pequeño gemido dando a entender que había apretado demasiado fuerte. O quizá que le molestaba que tirara de la oreja hacia fuera de una manera demasiado brusca.

No pudo evitar pensar en la primera vez que se vieron. Fue en la parada de Metro de la Ciudad Universitaria de Madrid. Él jadeaba silenciosamente por el esfuerzo mientras subía de dos en dos los escalones de piedra que daban a la calle, ella bajaba esa misma escalera acompañada de dos amigas mientras apretaba una carpeta separadora contra su pecho. Reconoció para sus adentros que era una locura que de aquel encuentro fortuito llegaran después situaciones tan surrealistas como el fin de semana que pasaron en los Pirineos esquiando con sus padres y sus tíos o aquella boda en la que se puso un traje gris y acabo golpeando el coche de la madre de la novia al tratar de salir del parking en el que se amontonaban los automóviles de los invitados. Se preguntó si todo formaba parte de un plan, si aquel encuentro casual en el metro fue fruto del azar o si el destino había decidido que sus vidas se unirían indefectiblemente para siempre. Quizá si aquel día no hubiera ido a clase estaría en otra ciudad con otra persona. Es posible que él se dedicara a otra cosa, quién sabe. Le asustó esa sensación tan azarosa que provoca la vida y se sintió frágil y pequeño.

Enfrente, el chico seguía entretenido con la oreja de su chica y cada persona parecía tener sus propias preocupaciones. Una grabación con voz de mujer y unos golpecitos en su antebrazo le hicieron volver a la realidad. Miró a la chica y le apeteció regresar al hotel y buscar un sitio bonito para cenar.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Modo singular



Llovía a cántaros y hacía bastante frío, así que decidimos entrar en aquel tugurio. Las paredes blancas y la potencia de la luz cenital me hicieron pensar en un hospital, mal presagio. No me gustan mucho los hospitales. Quiero decir que me tranquiliza saber que existen y que si alguna vez enfermo de verdad me meterán en uno de ellos, pero no me vuelve loco abrir la puerta de un bar y que aquello parezca una clínica.

El camarero parecía extremadamente atareado sacando los vasos de una palangana gigante de esas que se meten en los lavaplatos. Nos miró arqueando una ceja e hizo un gesto imperceptible señalando con la cabeza el fondo del local. No me había dado tiempo a quitarme ni la bufanda de lana ni el abrigo y sentí un escalofrío automático en la espalda, había empezado a sudar.

X y yo intercambiamos una sonrisa cómplice: había chicas. Lo que es más extraordinario: había chicas guapas. Reconocí una cara levemente conocida en un sofá de cuero negro que ocupaba un esquinazo. A su lado, una muchacha con peinado de actriz de los años 50 mascaba chicle con una frecuencia regular mientras hablaba de algún tema interesante. De vez en cuando, apartaba sus ojos de la cara-levemente-conocida y miraba hacia el otro lado del bar, sin dejar de charlar y sin parar de masticar el chicle. Hizo un pequeño globo de color rosa y se quitó con las manos los trocitos de sustancia indeterminada que se le habían quedado pegados a la boca.

Un tanto ajena a la conversación de su amiga, la chica con cara-levemente-conocida sonrió con timidez. Su pierna izquierda se movía espasmódicamente, golpeando la pata del sofá y denotando un poco de nerviosismo. Su labio superior parecía hacerse más fino con cada mueca. Al esbozar la sonrisa casi desapareció por completo.

Yo me dedicaba a luchar denodadamente con las diversas capas de ropa que me envolvían. Noté en mi mano izquierda el cosquilleo agradable de los flecos de la bufanda de cuadros escoceses. Mientras, con la derecha trataba de sacar los botones de sus respectivos hojales, que parecían más pequeños de lo normal. La música cesó por un momento y nuestras miradas se cruzaron. Ella sabía quién era yo y yo quién era ella.

-¿A que te ha dado un pequeño ataque al corazón? -X interrumpió con su voz risueña la extraña paz que reinaba en aquel instante-.
-Sí, reconocí.

Y era verdad.

lunes, 1 de marzo de 2010

Un momento de debilidad


Por un momento, pensó que era especial. Pero no, seguramente no.

martes, 23 de febrero de 2010

Cruzar el charco



De Madrid a Nueva York

La pareja se puso a charlar ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. La gente parecía bailar y, si te quedabas callado y escuchabas con atención, el murmullo resultaba ensordecedor. Ella era delgada, grácil, llevaba el pelo recogido y unos zapatos que no pegaban demasiado con el vestido. A su lado, él se sentía torpe y grande. Cada dos minutos se quitaba y se volvía a poner las gafas de metal. Pidieron un par de bebidas y hablaron de viajes que nunca harían, canciones que jamás cantarían juntos y pasados que no habían compartido.

Por fin, salieron a la calle. Hacía frío y la calle madrileña, iluminada por las farolas y los neones parecía Nueva York, si le echabas un poco de imaginación. Esa mañana había nevado y los bloques de hielo blanco manchados de barro y grasa no hacían más que añadirle falso glamour cinematográfico a la escena. Sólo faltaba que saliera humo de las tapas de las alcantarillas y que el mundo pasara a ser en blanco y negro, como las pelis antiguas. Podrían haber sido Humphrey Bogart y Lauren Bacall, pero sólo eran dos madrileños bajo el cielo raso.

-Creo que cogeré un taxi hasta mi casa-, dijo ella mientras sostenía un bolso grande y, no cabía duda, pesado. Hubo un breve silencio en la conversación.
-¿Crees que ese taxi esa libre?- se refería a un coche parado al lado de la acera de la Gran Vía.
-Por supuesto, Te está esperando a ti, querida- contestó él mientras se mordía el labio inferior.

Sus manos estaban metidas dentro del bolsillo del abrigo de piel de camello y jugueteaban con un objeto indeterminado que no lograba identificar. Quizá fuera un paquete de caramelos. Se acercaron al taxi que, efectivamente, tenía colgado el cartel de “libre” sobre el parabrisas delantero.

-¿Cuándo habíamos dicho de vernos de nuevo?- preguntó ella con la boca torcida justo antes de abrir la puerta del vehículo.
-No habíamos hablado de vernos. A no ser que te refieras a un aeropuerto de California, claro-. Se mesó los cabellos y se pasó las yemas de los dedos por las comisuras de sus labios resecos y cortados por el frío.
-Es verdad, nos veremos allí. Estoy segura de ello.

La frase se mezcló con una sonrisa. Inmediatamente, se acercó a él y le dio dos besos, uno en cada mejilla. Fueron besos normales. No se puede decir que fueran particularmente cercanos a la comisura de los labios, pero tampoco de esos en los que uno pone la cara y simplemente espera que la otra persona deposite su beso sobre la piel.

-Bueno, pues adiós, buenas noches.

Le agarró suavemente de la manga del abrigo a la altura del antebrazo. Se dispuso a dar un paso hacia atrás, pero se arrepintió y la pierna quedó en el aire, como si fuera parte de un complicado paso de baile. Miró a su acompañante directamente a los ojos y empezó a hablar de nuevo.

-Te mentiría si no te dijera que me gustaría seguir hablando contigo -dijo con nerviosismo y una ceja arqueada-. Al menos, hasta que salga el sol-.

Era madrugada cerrada y el amanecer se empezaba a intuir.

-Eres todo un clásico- replicó ella. Otra sonrisa apareció en su cara-. Pero mejor otro día, ¿no crees?

Él se dirigió a su casa, subió la cuesta de su calle y los dos pisos que conducían hasta su apartamento ubicado en la parte vieja de la ciudad. Abrió la nevera, comió un par de lonchas de jamón de york sacadas de la bandeja de plástico del supermercado y bebió un trago de leche congelada directamente del tetra-brik, sin vaso, ni nada. Se lavó los dientes y se quedó pensativo por un momento. Al día siguiente tenía que madrugar.