sábado, 26 de diciembre de 2009

La bicicleta azul


De pequeño pasaba los veranos con mis abuelos en un pueblito de la meseta castellana que apenas contaba con cien habitantes. A veces, estaban mis hermanos y mis primos y otras no, pero a mí me daba igual. Para un chiquillo de ciudad como yo, aquello resultaba tan exótico y divertido como la Cordillera del Himalaya o el Amazonas.

Por las mañanas nos despertaba el claxon de los vendedores que traían sus mercancías a la aldea. Las señoras, muchas de ellas ancianas y casi siempre vestidas de negro, se agolpaban en las puertas traseras de las desvencijadas furgonetas blancas y compraban pan, mantecados y leche. Otras veces llegaba el turno del verdulero, que todavía pesaba las patatas en una vieja romana de metal. A primera hora y también al caer el sol pasaba por la calle un rebaño de ovejas que siempre dejaba tras de sí un reguero de pequeños excrementos esféricos que yo trataba de esquivar después, muchas veces sin suerte.

En el pueblo sólo había un bar, alojado en la antigua escuela, ya hacía muchos años desierta. Donde antes se escuchaban tablas de multiplicar y la lista de los ríos de España, ahora se oían expresiones jocosas a cargo de los que ganaban unos duros al subastao. Olía a café, a vino y a aceitunas rellenas de anchoa. El primer día de verano tenía que dar la mano algunos de esos señores, que casi siempre me apretaban la mano demasiado fuerte. A otros les tenía que dar un beso y no siempre sabía quién era el destinatario de mis carantoñas. Un familiar lejano, seguramente.

El mejor día de la semana era el domingo, cuando todo el mundo salía de misa y se iba al bar a beber botellines de cerveza, chatos de vino y vermú. El dependiente, un chico joven con gafas y perilla, sacaba del mostrador latas de mejillones en escabeche y anchoas y hasta pequeños canapés de jamón serrano. Todo el mundo llevaba puestas sus mejores galas y parecían pasárselo fenomenal.

A mí me gustaba pensar que la casa de mis abuelos era la más bonita del pueblo, aunque quizá no fuera del todo verdad. Estaba situada en la parte de arriba, en mitad de una cuesta bastante pronunciada. La puerta no era como las de Madrid: el portón de madera se dividía en dos partes, de manera que se podía cerrar la de abajo, de un metro y algo de altura y dejar abierta la de arriba. Durante el día, era lo habitual, aunque mi abuelo siempre cerraba la puerta al completo por la noche. En el piso inferior estaba la cocina, el cuarto de baño, el salón donde veíamos la tele y la despensa. Entrar allí era toda una aventura, porque en ella se guardaban las piezas de fruta y los botes de Nocilla, pero a veces colgaba un pequeño corderito al que le ponían un barreño para que la sangre no manchara el suelo. Luego me lo comía con ansia, pero verle ahí me daba una pena horrible y algo de miedo.

En el segundo piso estaban las habitaciones. Había cuatro, aunque a mí me tocaba una sala con una cama altísima que contaba con barrotes de metal en el cabecero que siempre estaban fríos y que me gustaba tocar con los pies descalzos cuando hacía calor. Arriba del todo, el desván. Pocos momentos resultan más emocionantes que subir a ese desván el primer día de verano y encontrarme con todas las bicis guardadas del verano anterior.

Siempre estaban dadas la vuelta, con el manillar y el sillín sobre el suelo de madera. El ritual era igual todos los años: subir al desván, comprobar que las ruedas necesitaban ser hinchadas de nuevo, coger una bomba de aire metálica que guardábamos al lado y ver como mi abuelo llenaba los neumáticos hasta que estaban demasiado duros como para que yo pudiera aplastarlos con los dedos.

Un año, cuando yo apenas tenía seis o siete años ocurrió que no conseguíamos hinchar las ruedas de mi bicicleta azul.

-La rueda está pinchada- concluyó mi abuelo, envuelto en unos pantalones de tela gris y una camisa amarilla que utilizaba cuando no trabajaba y no le importaba marcharse.
-¿Qué podemos hacer?- dije.

Me explicó el procedimiento.

-Hay que llenar la cámara todo lo que podamos y meterla en agua para saber dónde está el pinchazo. El escape de aire hace que salgan burbujas y así se localiza el agujero. Después, pegamos un parche y volvemos a hinchar la rueda.
-¿Lo hacemos ahora?
-No da tiempo, vamos a comer. Ya por la tarde nos ponemos.
-Pero yo quería dar una vuelta con la bici ahora, antes de…
-Escúchame- me interrumpió-. Es tarde. ¿Quién va a hacer las chuletas?

Bajamos las escaleras del desván con cuidado, pues era fácil tropezar en esos diminutos escalones. Mi abuelo se dirigió fuera de la casa, a lo que llamábamos “el taller” que, en realidad, lo utilizábamos para jugar y para freír chuletillas de cordero. Al encender el fuego hacía mucho calor, pero a mí me gustaba quedarme un rato y ver a mi abuelo echando sal a las piezas de carne y encender la hoguera con un pedazo de papel de periódico antiguo. Después, metía las chuletas en un artilugio de metal y las depositaba unos centímetros por encima de las brasas. Me fascinaba escuchar el chisporroteo de la madera calcinándose y observar las pequeñas chispas que se escapaban en el aire como si fueran luciérnagas.

Ese día, por la tarde, tal y como había prometido, mi abuelo subió al desván, cogió la cámara de la rueda y la metió en una palangana verde que llenó de agua. Casi al instante, empezaron a salir burbujitas de dos puntos distintos de aquella goma de forma circular. Tras comprobar fehacientemente dónde estaban los dos minúsculos agujeritos, mi abuelo me pidió que sacara un puñado de parches de la vieja caja en la que estaba dibujado un ciclista en colores vivos. Él los cogió y los pegó sobre los pinchazos con la paciencia de un artesano. Primero uno, luego otro. Todo para asegurar que no habría posibilidad de pérdida de aire. Casi inmediatamente, colocó el extremo de la bomba e hinchó de forma enérgica la cámara de la rueda.

Aun así, tuve que esperar un rato para montar esa pequeña bicicleta de color azul. Tenía que esperar “a que se secara el pegamento”, según me contó. Ya me podía visualizar subiendo las cuestas trabajosamente, pensando en el placer de la bajada. Adoraba sentir el viento sobre la cara mientras descendía caminos polvorientos mientras veía campos de cebada amarillos y de remolacha verde a los lados. También que mi flequillo se quedara levantado después de que el viento me diera en la cara al bajar a toda velocidad.

Era tarde, casi de noche. Había apurado mi paseo diario por los caminos hasta que casi no se veía nada. Se acercaba la hora de la cena e iba pedaleando a toda velocidad. En mi cabeza narraba mi paso como si de una carrera ciclista se tratara. Llegó un momento en el que me encontraba sumido en un verdadero sprint, estaba a punto de ganar la etapa. La adrenalina se disparaba en mi cabeza y sentía un cosquilleo en el estómago pensando que quizá aquella noche habría tortilla de patatas para cenar.

De repente, todo se hizo más lento, como si los segundos se hubieran ensanchado de manera artificial. Vi delante mío a un señor mayor con boina y bastón que se interponía en mi trayectoria. Recuerdo que ese anciano en particular me daba cierto respeto, parecía siempre muy serio y me echaba unas buenas regañinas por jugar al balón. Tiré con todas mis fuerzas de las manetas de freno de la bicicleta y aminoré la velocidad. Por un momento creí que todo saldría bien. Seguí apretando los frenos con todas mis fuerzas, hasta que ya no dieron más de sí. Las ruedas dejaron una marca oscura en el asfalto. Estaba a punto de parar cuando sentí que la bici se estampaba contra una materia blanda, probablemente una pierna. Parecía imposible que a esa escasa velocidad no fuera capaz de controlar mis actos. Recuerdo salir despedido y aterrizar en el suelo. Durante un breve instante me sentí desorientado y me percaté del dolor que despedían las piernas y las manos.

Entré en casa con dos heridas en cada una de mis rodillas. Mi abuela me preguntó qué había pasado y yo contesté “nada”.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

precioso

Nacho dijo...

Muchísimas gracias, Anónimo. Significa mucho para mí.

Anónimo dijo...

Me acabas de recordar mis veranos en Extremadura. Siempre terminaba con las rodillas y los codos llenos de heridas. Estoy de acuerdo con anónimo. Precioso.

Ana Jurado