jueves, 4 de agosto de 2011

La edad dorada del béisbol


El sonido del exterior llegaba amortiguado en aquella gigantesca sala de espera que parecía más un aeropuerto que la estación del Ferry que unía las dos islas. El servicio era gratuito y, quizá por ello, los turistas eran casi tan numerosos como los locales. Él era turista y se sentía como tal, pese a algunos esfuerzos por desmarcarse de los foráneos. La guía de colores que asomaba por el borde de su bolsa gris le delataba. "No está tan mal ser turista", dijo para sí mismo mientras trataba infructuosamente de colocarse la camiseta de tal manera que no se le quedara pegada al torso. Al fin y al cabo, visitar un lugar hace que las cosas parezcan siempre mejores. Haciendo turismo, uno nunca se imagina cómo debe ser una tarde de martes lluviosa y oscura de noviembre volviendo de un trabajo horrible. A cambio, en la imaginación aparecen parques al sol, museos y algo de dinero en el bolsillo.

El murmullo general era prácticamente imperceptible, como si ella suma de las decenas de voces que sonaban a la vez formara un extraño silencio. Hacía calor, aunque había pasado frío en la cubierta de aquel barco que recorría la bahía. Había sentido al menos un par de escalofríos cuando la brisa marina, fresca y revoltosa, había entrado en contacto con las gotas de sudor que se amontonaban en su nuca. La piel de gallina hizo que, por un segundo, una brizna de otoño se instalara en medio del verano. En un momento, llegaron a su mente recuerdos e imágenes de esas noches de finales de agosto repentinamente frías en las que hay que ponerse una sudadero con capucha o un jersey de lana.

Intentó una vez más concentrarse y distinguir alguno de los sonidos que flotaban en el ambiente, pero fue inútil. En la fila de enfrente, una mujer regañaba a un niño de unos tres años mientras balanceaba suavemente el carrito de otro bebé. Se dedicó a mirarle un buen rato: no debía tener más de un año de vida. La sonrisa que asomaba detrás del chupete le hizo pensar que sería maravilloso volver a la infancia y no tener que preocuparse por nada. Era una conversación habitual que mantenía con su novia y que siempre conseguía exasperarle.

Ella llevaba en la mano una bolsita de plástico que contenía el libro de fotografías de béisbol que su novio se había comprado esa mañana. Le había costado unas cuantas burlas al respecto. "Oh sí, de toda la vida te encanta el béisbol" y así, pero estaba contento con aquel librito de tapas duras amarillas un tanto ajado que había encontrado en el mercadillo por la mañana. Había sido un buen día. Por una vez, no le importó pagar el exagerado precio del bufé de desayuno del hotel y se había hinchado con un plato -que luego rellenó por segunda vez- compuesto por huevos revueltos hechos con leche, bacon crujiente, queso fresco y una larga sucesión de vasitos de zumo, unos de naranja y otros denominados "multifrutas" que tenían un color naranja casi fluorescente y cuyo sabor principal remitía a alguna fruta tropical que no supo distinguir. Los bufés le hacían sentirse incómodo. Siempre acababa comiendo demasiado y esa mañana no había podido acabarse la tacita de yogur natural que se había servido como postre. Le daba rabia tirar la comida y el hecho de imaginarse todas esas lonchas de jamón de york en la basura de la cocina le puso triste. Pensó en las miles de lonchas de jamón de york que se tiraban cada día en cada hotel del mundo y se deprimió. Era una depresión pasajera, pues sabía que no podía -ni probablemente quería- hacer nada al respecto, pero eso no impidió que hiciera un ruido seco al chasquear la lengua y soltara un "todo es una mierda" para sus adentros. Sabía que si lo decía en alto produciría casi seguro una discusión, así que prefijó guardárselo.

Tras apurar el enésimo vaso de zumo y beber un par de sorbos del café con leche (demasiado café y poca leche para su gusto) subió de nuevo a la habitación y se lavó los dientes con el tubo diminuto que el servicio de limpieza había depositado el día anterior. Llevaban tres días en aquella ciudad y ya se habían formado pequeñas rutinas, como si aquel hotel fuera su hogar y la ciudad, su lugar de residencia de siempre. Adoraba llamar "casa" al hotel, como si tal cosa. "¿Nos volvemos a casa?, había sugerido a su pareja la noche anterior, después de cenar en un restaurante típico que se rebeló enseguida como nada típico gracias a unos precios más altos de lo esperado y una cocina demasiado moderna para su gusto. La pregunta descubrió una sonrisa cómplice en su acompañante. Por un momento, la felicidad fue sencilla y evidente. Bastó una mirada telepática y un "claro que sí, amor" para convencerse de que nada podría salir ya mal nunca más.

Después de un largo paseo y de un par de calles tomadas por equivocación, habían llegado al mercado. Era pronto, apenas las once de la mañana, y aquel recinto bullía de gente. Una finísima capa de polvo (quizá fuera polución) flotaba en el ambiente mientras, a lo lejos, se formaban espejismos en la calzada desgastada por el tránsito de un millón de coches y camiones. Le sorprendió asistir al intercambio de gritos subidos de tono que mantenían dos hombres de esos con dedos gordísimos que destruyen manos cada vez que dan un apretón. Parecían discutir la mejor manera de subir una enorme cómoda de madera a una furgoneta. Cada veinte segundos, aproximadamente, uno le dedicaba un gesto despectivo con la mano al otro. Se notaba que era el jefe. Al cabo de un rato, el otro se limito a negar compasivamente con la cabeza. Por fin, se dispusieron a cumplir con su tarea. No le dio tiempo a terminar de ver cómo subían el mueble al maletero y eso le frustró un poco. Un leve agarrón en la camiseta le sacó del ensimismamiento. Se mesó compasivamente el pelo y trató de colocarse el calzoncillo en su sitio sin que nadie se diera cuenta de que había introducido la mano dentro de su pantalón.

No tardaron más de quince minutos en llegar al puesto de libros viejos. Pese a ocupar el centro geográfico del rastro, no había ni un alma contemplando el puñado de libros expuestos de mala manera sobre una tabla desvencijada sujeta por dos patas.

-Voy a mirar un momento aquí-, dijo mientras le ponía la tapa al objetivo de la cámara de fotos.
-¿Ahí? Bueno, vale.

El hombre que se encargaba del puesto apenas se inmutó por la conversación.

-Sí, es que tiene pinta de tener cosas chulas-, masculló él mientras examinaba las cubiertas de aquellos volúmenes escritos en francés e inglés.

Rápidamente reparó en aquel libro amarillo titulado "The Golden Age Of Baseball". Nunca le había gustado el béisbol, era incapaz de entender el funcionamiento del juego. Quizá debía regatear, pero se le daba mal, así que sacó un billete de la cartera sin dudar. El intercambio de palabras fue igual de breve. Apenas un par de "gracias" cruzados. El vendedor le dio una bolsa de plástico y él mismo tuvo que abrirla mojando con saliva las yemas de los dedos para poder introducir el libro dentro. Se dio la vuelta y, con los ojos apenas abiertos -el sol le daba directamente en la cara- dijo más alto de lo necesario "vamos".

Ahí fue cuando llegaron las bromas al respecto del béisbol.

-¿En serio te has comprado un libro de béisbol?
-Eh… Sí. Es guay y realmente barato y siempre me ha molado...

Ella le interrumpió en mitad de la frase.

-No, en serio. ¿Te has comprado un libro de béisbol? Quiero que me digas si te has comprado un libro de béisbol. Porque creo que habíamos hablado de no comprar estupideces y cargar luego con ellas.
-Pero cariño, si ya te estoy diciendo que sí, que es fenomenal y muy barato.

Ella le arrebató la bolsa de las manos. Tenía ganas de pasar un buen rato.

-Se me olvidaba que siempre habías sido fan del béisbol -estaba enfadadísima-. Así que te has comprado un libro de béisbol, ¿no?.
-Bueno, no. Pero te estoy diciendo que ha sido muy barato, no te preocupes por ello. No le demos más vueltas. Yo lo llevaré.

Le resultó imposible reprimir una carcajada.

-Muy bien, un buen libro de béisbol siempre es útil. Nunca se sabe cuándo uno va a necesitar echarle una hojeada a unas fotografías de bateadores de béisbol.

Cada vez estaba más enfadada, aunque le resultaba tronchante la idea.

-Te advierto que esta vez no te lo pienso llevar en el bolso.

Volvió a reír, se dio la vuelta y repitió maravillada una vez más. "¡Se ha comprado un libro de béisbol". Era la frase de moda.

Después de la comida, menos frugal de lo que habían estipulado, decidieron ir hacia el ferry. Para ello tuvieron que coger el metro. Ella se permitió hacer un par de bromas al respecto del dichoso libro: "¿Pesa?", "Si tienes dos minutos, me encantaría que me contaras todos los ganadores del campeonato del mundo de béisbol". Él no pudo reprimir corregirla sobre la marcha: "No se llama "campeonato del mundo", sino las Series Mundiales".

Durante el trayecto, de apenas veinte minutos, a duras penas intercambiaron un par de frases. Él se entretuvo examinando el mapa de metro pegado a la pared del vagón, en el que las líneas se entremezclaban creando una tela de araña imposible. No parecía especialmente fácil orientarse en aquella maraña de números, letras y colores. Ella, por su parte, consagró ese cuarto de hora a luchar contra un padrastro que le había salido en la uña del dedo pulgar de su mano izquierda. "Creo que es la siguiente parada", dijo sin quitarse el dedo de la boca. Se levantó y se dirigió a la puerta, parecía que llevara prisa. Una vez que se instaló frente a la salida, trató de colocarse el flequillo y comprobó que se había puesto en pie demasiado pronto, todavía quedaban un par de minutos antes de que el tren llegara a la parada. Le pareció que esos dos minutos eran interminables y que todo el vagón la estaba mirando.

No sin dificultades consiguieron apearse del metro y trataron de encontrar la salida más cercana al lugar donde salía el Ferry. Las escaleras eran manuales y la cuesta dio la sensación de ser un poco más empinada de que en realidad era. Según el plano que trabajosamente había desplegado, tenían que cruzar la calle, andar unos centenares de metros atravesando un parque y entonces se encontrarían frente al muelle. Pararon justo delante de un paso de peatones ocupado por un taxi en el que una mujer de unos sesenta años metía dos enormes maletas dentro del coche mientras un hombre un poco mayor -su marido, sin duda- le hacía carantoñas a un bebé sentado en un carrito granate. En su mirada se entremezclaba la alegría y el orgullo de comprobar que aquel niño pequeño era su nieto con la tristeza de la partida. El semáforo se puso en verde y, después de que una moto y una furgoneta apuraran los últimos instantes de color ámbar, pudieron cruzar. En la entrada del parque, un hombre con barba canosa y aspecto desaliñado fumaba un cigarrillo dando caladas cortas y nerviosas. Cuando pasó a su lado, el chico escuchó frases entrecortadas plagadas de insultos. Igual sufría el Síndrome de Tourette.

-¿Hay que comprar billete?- preguntó a su acompañante en cuanto llegaron a la terminal.
-No, es gratis.
-Ah, que bien. No entiendo por qué el transporte público no es gratis.
-Pues por los presupuestos. Hay que cuadrarlos de alguna manera y…

No siguió escuchando. Durante unos segundos cerró los ojos mientras su mirada de desvanecía en el aquel gigantesco hangar. La sensación era tan calurosa que, pese a estar en un recinto refrigerado, parecían surgir espejismos como los que salen sobre el asfalto de las carreteras en verano. Por fin, consiguió volver a enfocar su visión. Se fijó en una pareja que estaba sentados enfrente de él. Eran jóvenes, quizá cuatro o cinco años más pequeños que él. Le hizo pensar durante un momento que uno siempre cree que es más listo ahora que un lustro antes. Se le ocurrió que pasaba lo mismo con los cortes de pelo: en el momento siempre parecen estupendos pero, al ver fotografías unos años más tarde, parecen pasados de moda y un tanto ridículos. Lo curioso de aquellas dos personas, lo que le hizo observarles fríamente aun a riesgo de ser descubierto y considerado un buen cotilla, fue el masaje que él le estaba haciendo a la chica en el lóbulo de su oreja derecha. Lo hacía con indudable actitud cariñosa, pero apenas parecía darse cuenta de ello. Era una actividad automática, algo evidentemente repetido en miles de otras ocasiones a lo largo de los años. Ella leía una revista sin prestar demasiada atención. De vez en cuando, torcía la boca y emitía un pequeño gemido dando a entender que había apretado demasiado fuerte. O quizá que le molestaba que tirara de la oreja hacia fuera de una manera demasiado brusca.

No pudo evitar pensar en la primera vez que se vieron. Fue en la parada de Metro de la Ciudad Universitaria de Madrid. Él jadeaba silenciosamente por el esfuerzo mientras subía de dos en dos los escalones de piedra que daban a la calle, ella bajaba esa misma escalera acompañada de dos amigas mientras apretaba una carpeta separadora contra su pecho. Reconoció para sus adentros que era una locura que de aquel encuentro fortuito llegaran después situaciones tan surrealistas como el fin de semana que pasaron en los Pirineos esquiando con sus padres y sus tíos o aquella boda en la que se puso un traje gris y acabo golpeando el coche de la madre de la novia al tratar de salir del parking en el que se amontonaban los automóviles de los invitados. Se preguntó si todo formaba parte de un plan, si aquel encuentro casual en el metro fue fruto del azar o si el destino había decidido que sus vidas se unirían indefectiblemente para siempre. Quizá si aquel día no hubiera ido a clase estaría en otra ciudad con otra persona. Es posible que él se dedicara a otra cosa, quién sabe. Le asustó esa sensación tan azarosa que provoca la vida y se sintió frágil y pequeño.

Enfrente, el chico seguía entretenido con la oreja de su chica y cada persona parecía tener sus propias preocupaciones. Una grabación con voz de mujer y unos golpecitos en su antebrazo le hicieron volver a la realidad. Miró a la chica y le apeteció regresar al hotel y buscar un sitio bonito para cenar.

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