martes, 6 de septiembre de 2011

Dulces trece años

Hasta ese verano, no había salido fuera de España. Bueno, sí, a Portugal y a los Pirineos franceses. Pero lo que se dice hacer un viaje por Europa, nanay. Tengo dudas sobre si fue en 1993 o 1994. Mi sensación es que corría el año 93, aunque ahora lo pienso y tiene mucho más sentido que fuera el 94. La cosa es que unos amigos de mis padres nos habían dejado su casa en Luxemburgo y el plan era hacer excursiones por Bélgica, Francia y Alemania, además del pequeño país luxemburgués. Viajamos en coche, en un Opel Calibra que tenía mi padre. Lo recuerdo porque en aquella no había límite de velocidad en las carreteras francesas. Si lo había, no le hicimos mucho caso, porque nos pusimos a más de 200 kilómetros por hora varias veces.

La primera noche llegamos hasta Vienne, una localidad no demasiado grande cercana a Lyon. Dimos unas cuantas vueltas buscando un restaurante que nos diera de comer a aquellas horas de la noche (para ellos, altísima, aunque dudo que fueran más tarde de las nueve o la diez) y nos fuimos a dormir a algún hotelito o motel de carretera. Al día siguiente, volvimos a ponernos en marcha y, después de otra jornada atravesando lugares míticos como Dijon y Metz, llegamos a Luxemburgo. Recuerdo la ciudad como una especie de paraíso civilizado, muy limpio y bonito. Probablemente no fuera tan exagerado, pero para mí, un chaval de 13 años habitante del Madrid de peincipios de los 90, aquello parecía otro mundo. El culmen llegó cuando me di un paseo en una mountain bike que me habían prestado por un parquecito que quedaba crca y vi un ciervo. ¡Un ciervo! Se me fue completamente la cabeza. Los únicos animales que había visto en Madrid eran perros, gatos callejeros y, no sé, alguna rata.

Todo esto viene a cuento de un concierto que vi en la tele una noche en esa casa. Tenían antena parabólica y a mí me fascinaba cambiar de canal. Que un televisor tuvieran veintitantos canales era toda una novedad. Uno de ellos era MTV, emisora que no tenían ninguno de mis amigos. En los 90, en MTV todavía echaban algo de música. Que yo sepa, no emitían ninguno de los realities y programas absurdos sobre raperos que tunean coches que ponen ahora a todas horas.

Una noche, seguramente después de un día de turismo, me encontré con una actuación en directo de un grupo del que no dijeron su nombre hasta el final. Por aquel entonces escuchaba mucho a The Beatles y a otros grupos de los 60. También me gustaban muchísimo Suede, más su primer disco que Dog Man Star, pero no sabía ubicarles muy bien. En pantalla aparecían cuatro chavales que vestían y sonaban parecido a todas esas bandas de los 60. Pero con otra actitud un poco más agresiva, más de verdad. Detrás, les apoyaba una sección de vientos. Me quedé prendado de aquella banda. Era exactamente lo que estaba buscando, aunque yo no era consciente de que estuviera buscando nada. Me fliparon las canciones y la actitud, esa mezca de melodía y guitarras de espíritu punk. Del grupo en cuestión no sabía nada más que el nombre, que apareció al final de la actuación: Blur.

Al volver a Madrid (el resto del viaje se consumió con una sofocante parada en París, donde pasé más calor que en el resto de mi vida) me hice con Parklife y el resto es historia. Durante un tiempo pensé que el cantante de Blur era David Rowntree (en realidad, el batería), simplemente porque salía en el centro de la fotografía de la contraportada y eso me pareció significativo. Eran tiempos sin Internet ni Spotify, nada de eso. Las cosas eran más complicadas, pero también más románticas. Después de Blur, descubrí a Oasis, Supergrass, Pulp, Elastica... Grupos que fueron importantes en un momento concreto. Todo eso me obligó a indagar en las influencias de esa gente y escuchar -como si se tratara de un tesoro- a The Kinks, a Bowie, a The Smiths. Mi vida cambió y creo que fue para mejor.

Texto original publicado en Vanidad, en septiembre de 2011

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